Autor: Rafael Rivero

“Una entrevista con Thor Halvorssen, en su actual domicilio, la sección M del retén de El Junquito, es una experiencia de vivos contrastes. Más si se va apertrechado con la frase que el potencial interlocutor ha consignado ante un íntimo amigo: «Qué broma, yo con 50 años, cinco hijos y en el foso».
Resumen de sus cinco décadas recorridas al resguardo de las miasmas del mundo, viéndolas más bien desde la barrera. Esos mismos íntimos hablan de un pasado de glorias, con vagas referencias a un abolengo que remonta los azules vericuetos de la nobleza noruega, amén de las hazañas de guerra que Halvorssen no ha dudado en lanzar al socaire —cual frase cabalística— a la hora de enfrentar el asedio de los mass media. También despunta, entre las referencias concedidas entre susurros, una cierta erudición en materia de historia, cosa que funge como marco teórico a su interés por la política internacional.

Por fin, helo ahí. De la mano de anfitriones con cierta ascendencia sobre los subjetivos mecanismos carcelarios, es relativamente fácil sortear la entrada al reducto donde permanece confinado. Más penoso resulta dar con Thor —como confianzudamente lo llama ya la plebe carcelaria—, quien a esa hora del mediodía se regala un paseo digestivo por los laberínticos y ruines pasillos. Luego de alguna errancia por estos, se topa uno con el hombre sobre quien pesa una acusación que pondría a dudar sobre los próximos 30 años al inocente más optimista.

Seguido de las presentaciones, en las cuales Halvorssen luce una esperada amabilidad, se establece que el diálogo ocurra en la celda que comparte con Alberto Cabrices —el explosivista que presuntamente trabajó para Helmeyer en la fabricación de las bombas— y otro preso menos ilustre. Siete por cinco debe tener el aposento, con dos camas decentemente arregladas, pues el tercer habitante duerme con una colchoneta que se improvisa en el suelo y se recoge de día. Halvorssen se sienta en la orilla de la suya y el entrevistador toma posesión —con alguna reserva— de la de Cabrices.

—Hablar con la prensa me resulta cuesta arriba, pues me han atacado sin misericordia; han dicho de todo, solo falta que afirmen que yo estoy detrás de los golpes de febrero y noviembre, o que soy jefe del MBR-200.

—Al contrario, entre el remolino de murmuraciones que ahora lo circunda, se ha dicho que usted vendría siendo más bien un apátrida, pues, apenas vivida su infancia en Venezuela, se fue al exterior, además de esa marcada ascendencia noruega que, al parecer, en los Halvorssen es indeleble…

—Estudié en Estados Unidos desde los 13 años, pero pasaba todas las vacaciones aquí. En cuanto a papá, llegó de Noruega a finales de los años veinte, como representante de la Llano Movisch, la vieja fábrica de automóviles, y después lo nombran presidente de la Llano Movisch Financiera, una de las primeras en su ramo; varios de los más antiguos concesionarios le deben mucho a él.

—¿Qué lo trajo a Venezuela?

—Fue destacado aquí. Ya estaba casado con mi madre, pero vienen sin hijos.

—Posteriormente lo iban a trasladar a México, pero le gustó tanto este país que quedó para siempre.

—Usted le ha dado mucha relevancia a la actuación de su padre en la Segunda Guerra Mundial. ¿Cuáles son los detalles de esas aventuras?

—Papá ayudó mucho a los Aliados. Pero quiero destacar algo antes: él fue cónsul general de Noruega en Venezuela antes de la guerra. Cuando esta empieza y el rey de Noruega tiene que escapar, papá inmediatamente cuadra filas con su patria. Los alemanes estaban tomando toda Europa y uno de los países invadidos fue el suyo. Al salir, el rey monta un gobierno en el exilio, en Londres; papá recibía instrucciones desde allí. Él obra, a través de una red que se organizó para ello, para sustraer la gran marina mercante noruega a los alemanes.
En esa época la comunicación era a través de telégrafos. Había una clave especial con la que logra confundirlos, y así, los buques que estaban afuera, en altamar, no cayeron en sus manos.

Le quitó un activo importantísimo a los nazis. Terminada la conflagración, obtiene la orden máxima que da el rey, la Sant Olav, que es como recibir la Cruz de la Reina Victoria.

—¿Perteneció antes de la conflagración a organismos de seguridad? Se supone que de él proviene la aparente inclinación suya y de su hermano por el espionaje.

—Son fantasías de la gente. Él prestó colaboración durante el conflicto. Luego, después de un tiempo en Venezuela, se desprende de la empresa donde trabajaba y funda la suya propia, Halven, C.A., de representaciones de firmas extranjeras en el país; la Ericsson, entre otras. Él iba a Noruega una vez al año, pero el país que adoraba era este.

A la muerte de Oeisten Leonardo Halvorssen de Router, en 1962, la empresa familiar queda en manos de los hermanos mayores, Erick y Oeisten. Un año antes, Thor y Olaf habían sido objeto de un extraño sorteo: uno de los dos debía ingresar como miembro de la Guardia de Honor del rey de Noruega. Es cuando el destino prepara una primera separación, pues Olaf sale premiado y va a aquellos ateridos parajes a cumplir con el singular servicio militar, especie de privilegio de dignidad, pues, según Thor Halvorssen, ambas alas de su familia —materna y paterna— ostentaron en un remotísimo pasado títulos nobiliarios, siendo estos abolidos por la monarquía noruega. Un exceso de modestia —o límites de erudición— le impide precisar el rango de aquellos.

Proseguiría sus estudios en Estados Unidos, en la Universidad de Pensilvania, donde —habiendo culminado ya el high school en el Loomis Institute, Windsor, Connecticut— cursaba finanzas y comercio. Es una época que recuerda como excepcionalmente dichosa, pues compartía un apartamento con otros siete latinos, la mayoría venezolanos. Son tiempos de bohemia, cultivada en las licencias que se contemplan a los 20, y se va por la vida con una cuadrilla igualmente joven y de la misma solvencia fiduciaria.
Transcurridos dos años en la Guardia de Honor, Olaf ha de ingresar a la misma Universidad de Pensilvania.




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